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Revolución... ¿Y luego qué?






Muchas veces nos hemos parado a pensar, otras tantas divagamos ante la acción revolucionaria de  la que creemos estar predestinados. 


La divagación, la dispersión, hacer volar nuestra imaginación es una forma sutil de evadir nuestros pensamientos del verdadero mundo terreno, o mundo real. Es pues inherente al hombre la idea de evadir la realidad desde tiempos pretéritos, acentuada y cimentada con la llegada del Cristianismo a Europa cimentado a su vez en el platonismo.

Cada hombre, ante el pánico que supone el constante flujo del rio que llamamos vida, decide pues crear para sí un microcosmos, un paraíso extraterreno y  extracorpóreo como fin último. Un lugar regido por y para el descanso, lejos de la mundanidad y del peligro de lo terreno y material.

No así ocurre en la mitología nórdica pues tanto la vida como la muerte suponen un batallar constante, cíclico.

Tras este inciso, volvemos a la trascendencia del individuo para consigo mismo. 

El hombre, en tanto que es animal evade todo tipo de responsabilidad y sufrimiento, posicionándose incluso por debajo de la mediocridad moral cristiana, focalizando su esfuerzo hacia el mero egoísmo y la salvación en última instancia de su propio Ser. La radicalidad de los nuevos tiempos no ha convertido (pues siempre ha sido así) al hombre en un necio cobarde y estulto, sólo lo ha canalizado hasta su verdadero estado de letargo, su animalidad carente de razón. El desequilibrio entre razón e instinto en detrimento de la inteligencia que lo rige.

Así pues,  en la actualidad cualquier coalición entre hombres es algo insólito, quimérico e inusual dada la mediocridad que rige la psique del individuo “no creador” que lucha por meros intereses particularistas y carentes toda llama creativa. 

Ahora bien, bañados es las espesas y oscuras aguas de un pesimismo embriagador, iniciemos la inmersión a las profundidades del mismo:

Aquellos que ansían o desean que una revolución tenga lugar bajo unas circunstancias, aptas o no, deben pensar, a la hora de llevarlo a cabo:   ¿Estoy verdaderamente preparado?¿Es pues causa justa que Yo, individuo, intervenga en dicha acción? ¿Estaré a la altura de tales circunstancias?
La respuesta a estas preguntas, como muchas reflexiones filosóficas nos acercarían inevitablemente al abismo  de la aporía. 

En el momento que se escriben estas líneas, el ardor revolucionario es patente en grandes ciudades, en pueblos o en los hombres individualizados. Sin embargo, la idea de la desobediencia es atractiva en tanto  que son reminiscencias de batallas arcaicas, pero… ¿qué hay tras la revolución de unos hombres necios? NADA es la respuesta. NADA es lo que depara al hombre tras una ola de barbarie.





Los revolucionarios, aspirantes al caos, la barbarie y la pedantería, trabajan o aspiran al envilecimiento y la devastación, careciendo éstos de un aporte revitalizador y verdaderamente revolucionario, la cultura.
¿Hacer por hacer? Mejor no hacer nada que hacerlo mal.

La pertinente constancia, la absoluta formación del individuo ha de ser categórica en tanto se quiera hacer una Revolución. La intelectualidad debe por tanto ser una extremidad más del hombre revolucionario. Es pues imprescindible que la sabiduría, el conjunto aristocrático tenga cabida en un proceso pre-revolucionario, de no ser así, mejor observar desde las ventanas como la ingominia, la vanidad y el desorden subyugan la civilización.

La fobia al orden jerárquico, el miedo a la intelectualidad, el odio al  orden aristocrático, es mero impedimento del desarrollo revolucionario tal y como debe concebirse. El hombre  cuya capacidad de destrucción es admirable, debe en consecuencia ser ejemplo en la creación y el desarrollo del nuevo Estado.

La destrucción precede a la creación y ésta lo hace a la destrucción.

La ausencia de creadores será el fin de la civilización.



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